En toda familia hay frases y gestos (cultemas), que pasan de una
generación a otra y que excepcionalmente
registran los libros de historia.
Las excepciones, en su gran mayoría, provienen de la mirada de la Iglesia cristiana –
cualquiera sea su denominación –, quien ha sido implacable en el registro de
las personas poderosas e indiferente en lo que hace al recuerdo de los pobres,
es decir, los no poderosos, los que no podían alterar el órden establecido.
Cuando un pobre – casi siempre un hacedor de círculos, aquél que puede
congregar a otras personas a su alrededor -, se alzaba contra la autoridad, o
era estigmatizado por su derrota o alabado por su éxito.
El registro externo de los hechos cotidianos en el seno de cada
familia proviene, entonces, de los curas, pastores, rabinos , patriarcas o ulemas que conocían los secretos
de su rebaño. Este monopolio disminuyó con la aparición de los diarios
personales, las autobiografías, la correspondencia persona a persona y el
nacimiento de la Historia
profesional.
Pero la mirada cálida y paternal del religioso no podía registrar
todas las miradas. Especialmente, las miradas que los dominados hacían de sí
mismos y su entorno, para guardar la memoria de las injusticias que padecían.
Ahora, al final de mi vida, puedo mirar mi propio pasado y el de mi
familia con el auxilio de las miradas del poderoso y las miradas del sufriente,
que convergen sobre mí como los caminos polvorientos que nadie transita y que
repentinamente se transmutan en una encrucijada.
Mi madre y mi padre son exponentes de dos culturas antagónicas: mediterránea y septentrional , respectivamente.
Y como
sus respectivas familias eran celosas guardianas de su identidad, me hicieron
desde el nacimiento – como corresponde – el trofeo de su guerra implacable.
Para las dos familias, que luchaban por mi alma y mi cerebro, el instrumento
fundamental – su arma predilecta -, fue la narración de historias.
Por un lado, mi abuela materna, Concepción Asunción Muraca, el
Mediterráneo. Por el otro, mi padre, Luis Guillermo Compte Cathcart, el Mar del
Norte y el Báltico. Suegra y yerno.
Ahora, que soy yerno, suegro y abuelo, comprendo la importancia que
tengo para mis ancestros: soy el resultado de sus vidas. Lamentablemente, no
conocí a mis abuelos paternos Luis y Emily, ni al papá de mi mamá, Francisco.
Pero, mi abuela fue una extraordinaria representante de la transmisión oral de
la cultura ancestral: Todas las tardes, durante mi infancia, para hacerme
dormir la siesta, me contaba un cuento. Y, en ellos, había un personaje
inolvidable: El malvado Duque Roberto, “el Fayuto”; hermano de un Ogro y padre
del Príncipe Bueno, quien tuvo que irse muy lejos, exiliado por el odio de su
padre y su tío.
Mi padre, gran lector, fanático de Poe, Chesterton, Lovecraft, Wilde y
Alejandro Dumas, todas las noches – para que el sueño despertara las imágenes del
pasado – me contaba sus cuentos para hacerme dormir. Su personaje central era la Princesa Majal ,
hija de un gran rey guerrero que murió envenenado por los musulmanes. Majal se
casó con un caballero que padeció la muerte de la daga y huyó con sus hijos a
países lejanos. A pesar de los problemas que tuvo que resolver, murió
mansamente en los brazos de una nieta soberana de la tierra de los trovadores, el país del Oc.
Nunca los personajes de mi abuela y de mi padre se cruzaron en las
narraciones. Pero, en la mesa de los fines de semana, mis tíos y mis tíos
abuelos discutían con fiereza los eventos mundiales y la receta de cada comida
que las mejores cocineras y cocineros de ambos bandos hacían por separado, para
competir en el estómago de cada uno.
Mi abuela y mi viejo, siempre separados, sin hablarse, ignorándose por
completo, me sonreían creyendo que cada uno de ellos me tenía para sí, sin
saber, como lo supe mucho más tarde, gracias a la historia oficial, que yo los
tenía a ambos y que sus personajes los tenían a ellos.
Uno de los hermanos mayores de mi padre – el único que
hablaba del pasado de la familia conmigo, violando las órdenes de su madre
Emily, que se hacía llamar Emiliana – me confesó que tenía su nombre para
recordar a un gran abuelo y que yo me llamaba Guillermo por el conquistador que
fundó Inglaterra, otro abuelo. Y que la tía Beba – otra de las hermanas – se
llamaba Eusebia porque en el registro civil no quisieron anotarla como Eufemia.
En los cuentos de mi padre nunca hubo referencias geográficas
precisas. En los de mi abuela, todos los cuentos sucedían en Rossano, Calabria
y en el mar cercano, la Puerta de Oriente, el Adriático.
En los libros de historia que leo, siempre busco a los personajes de
Concepción y de Luis.
Y los he encontrado cientos de veces, luchando y ganando batallas,
teniendo hijos y muriendo. Con fechas, lugares, riquezas y dolor.
Cuando duermo la pequeña siesta de los sábados pienso en el malvado
Duque Roberto, “el Fayuto”, quien - a pesar de todos sus crímenes -, amó hasta
la locura a su hermosa hija Majal...pero esa historia se las contaré a ellos
cuando aborde el velero cuyo capitán es mi padre – un Rey del Mar vikingo – y
cuyos remeros son todos y cada uno de mis ancestros, esperándome para recorrer
el río infinito.
Guillermo Compte Cathcart
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