Steve McQueen – aquél fabuloso actor que supo ser discípulo
y amigo de Bruce Lee – antes de ser una estrella del cine y del teatro fue –
durante tres intensos años – un Marine, es decir, un miembro del célebre cuerpo
militar norteamericano que tiene como lema la clásica promesa latina: “Semper
Fidelis”.
Todavía recuerdo aquella noche de verano en la cual –
junto a mi viejo, durante la trasnoche, y con las ventanas abiertas a la brisa
suave y el aire puro de Longchamps, paraje que no conocía a los modernos
desconocidos de siempre – vimos por
primera vez la apasionante “El Cañonero del Yangtze”, película que termina con
el héroe – Steve, el parco Randall el Justiciero – muerto al final de un
interminable y oscuro pasillo de lo que podría ser considerado un templo
perdido e invadido por un ejército invisible de chinos agresivos, incapaces de
mantener una relación amistosa con los Estados Unidos, país siempre dispuesto,
desde 1775, a enviar a sus fabulosos infantes de marina para establecer la
democracia y la economía del mercado en todos los confines de la tierra.
No es casual que un siglo antes de esa fecha, tanto
Gran Bretaña como Holanda – sus
antecesores dominadores del mar y su ganancia imperial y quienes les refundaron
y fundaron Nueva York – hubieran formado los primeros cuerpos de “marineros
especializados en acciones terrestres de destrucción”.
Sus nombres no han ganado la popularidad de su par
yankee – estos han intervenido en más de 300 intervenciones a lo largo y a lo
ancho del mundo – pero en homenaje a sus buenas intenciones, nunca comprendidas
por los bárbaros que no quieres ser dominados, los menciono para que siempre
podamos recordar que el Tío Sam no suele inventar nada, pero que tiene la
grandísima capacidad de copiar y mejorar todo lo que le sirve.
El cuerpo británico recibió el escueto nombre de “the
Royal Marine” (1664) y su similar holandés el de Koninklijke Nederlandse Corps
Mariniers (1665).
No es para nada casual que el escudo de los grandotes
de azul sea un hemisferio occidental, un ancla sucia – de tanto recorrer los
puertos del mundo - y un águila
implacable con las alas desplegadas y que su banda musical sea la presidencial
y que su himno haya sido compuesto por el mismo portugués – otro imperio anterior,
como si el imperialismo fuera una carrera de postas – que hizo “Leven anclas” y
“Barras y estrellas”.
Si bien el Gran Kubrick nos mostró el entrenamiento
implacable de estas verdaderas máquinas de matar – en Full Metal Jacket - uno –
nacido argentino y más cerca del arpa que de la batería, es decir, del verso
mas que de la acción – suponía que estos
tipos habían nacido para ello, pero no, todo lo contrario, son buenos y
simpáticos, como los sonrientes mormones que caminan nuestros barrios sin
entender nada de lo que les decimos pero que siguen paseando con la constancia
de un santo, sus cuerpos de la NBA y su biblia made in Utah, en las manos
gigantes y siempre limpias.
En cambio los Marines – entrenados casi siempre por
afroamericanos mas papistas que el Papa, porque temen que la Confederación
consiga su revancha - son como una bala reforzada, un instrumento, un arma.
Dejan de ser humanos. Son un Terminator con un programa elemental, incapaz de
evitar cualquier daño colateral.
Por eso, el otro día – en una de esas noches en la
cual el calor no deja dormir – me sorprendí cuando uno de ellos se levantó de
su silla y solicitó al funcionario – creo que era el Secretario de Defensa - de la administración Bush que los visitaba en
el campamento, “mayor protección para sus cuerpos expuestos a los terroristas
islámicos”, que los atacan arteramente en todos los rincones del Irak ocupado.
El enviado del gobierno respondió – con el estilo tan
propio de los republicanos - que un soldado debe luchar en el ejército que
tiene y no en el que desearía tener, poniendo en caja al protestón que sólo
mereció la aprobación de dos o tres conmilitones mientras los otros centenares
lo miraban asombrados por sus peticiones.
Como todo Terminator, las máquinas de matar sólo deben
cumplir aquello que se les ordena y no tienen derecho al pataleo.
Para no ser injustos con los nuevos cruzados –
guerreros que luchan por nuestra cosmovisión y no por la tarjeta verde como
dicen los malintencionados – héroes que deben enfrentar a los fanáticos
seguidores de Mahoma, al cruzar por la
esquina mas cercana a mi casa, me detuve y miré alrededor, tratando de recordar
mi instrucción militar en aquella vieja colimba que hice en el 67 en el
Regimiento 3 de Infantería en el cruce de la avenida Crovara y el camino de
cintura – en La Tablada - donde hoy conviven varios hipermercados.
Conté más de veintisiete posiciones cubiertas a la
vista y al fuego desde la cual me podrían herir o matar sin tener la más mínima
posibilidad de defensa.
Pensé en la fragilidad de esos patéticos gigantes que
caminan imponentes con sus hermosos cascos – una réplica exacta de los que
usaban los alemanes durante la segunda guerra mundial -, sus escudos, sus
sistemas de comunicación, sus fusiles imponentes, sus uniformes paquetes y no
pude evitar un principio de pánico.
Si estos Terminators pueden ser puestos fuera de
combate por cualquier musulmán casi desnudo o cuando menos mal vestido, mal
alimentado, peor entrenado, y seguramente no lector de las grandes obras
literarias de occidente, ignorante de las virtudes del tango y las glorias de
River Plate: ¿que será de nosotros, los verdaderos y pacíficos, tolerantes y
devotos católicos...
Guillermo Compte
Cathcart
No hay comentarios:
Publicar un comentario