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lunes, 29 de junio de 2015

Irak: Esos frágiles Terminators


 Steve McQueen – aquél fabuloso actor que supo ser discípulo y amigo de Bruce Lee – antes de ser una estrella del cine y del teatro fue – durante tres intensos años – un Marine, es decir, un miembro del célebre cuerpo militar norteamericano que tiene como lema la clásica promesa latina: “Semper Fidelis”.
Todavía recuerdo aquella noche de verano en la cual – junto a mi viejo, durante la trasnoche, y con las ventanas abiertas a la brisa suave y el aire puro de Longchamps, paraje que no conocía a los modernos desconocidos de siempre  – vimos por primera vez la apasionante “El Cañonero del Yangtze”, película que termina con el héroe – Steve, el parco Randall el Justiciero – muerto al final de un interminable y oscuro pasillo de lo que podría ser considerado un templo perdido e invadido por un ejército invisible de chinos agresivos, incapaces de mantener una relación amistosa con los Estados Unidos, país siempre dispuesto, desde 1775, a enviar a sus fabulosos infantes de marina para establecer la democracia y la economía del mercado en todos los confines de la tierra.

No es casual que un siglo antes de esa fecha, tanto Gran Bretaña como Holanda –  sus antecesores dominadores del mar y su ganancia imperial y quienes les refundaron y fundaron Nueva York – hubieran formado los primeros cuerpos de “marineros especializados en acciones terrestres de destrucción”.
Sus nombres no han ganado la popularidad de su par yankee – estos han intervenido en más de 300 intervenciones a lo largo y a lo ancho del mundo – pero en homenaje a sus buenas intenciones, nunca comprendidas por los bárbaros que no quieres ser dominados, los menciono para que siempre podamos recordar que el Tío Sam no suele inventar nada, pero que tiene la grandísima capacidad de copiar y mejorar todo lo que le sirve.
El cuerpo británico recibió el escueto nombre de “the Royal Marine” (1664) y su similar holandés el de Koninklijke Nederlandse Corps Mariniers (1665).
No es para nada casual que el escudo de los grandotes de azul sea un hemisferio occidental, un ancla sucia – de tanto recorrer los puertos del mundo -  y un águila implacable con las alas desplegadas y que su banda musical sea la presidencial y que su himno haya sido compuesto por el mismo portugués – otro imperio anterior, como si el imperialismo fuera una carrera de postas – que hizo “Leven anclas” y “Barras y estrellas”.
Si bien el Gran Kubrick nos mostró el entrenamiento implacable de estas verdaderas máquinas de matar – en Full Metal Jacket - uno – nacido argentino y más cerca del arpa que de la batería, es decir, del verso mas que de la acción  – suponía que estos tipos habían nacido para ello, pero no, todo lo contrario, son buenos y simpáticos, como los sonrientes mormones que caminan nuestros barrios sin entender nada de lo que les decimos pero que siguen paseando con la constancia de un santo, sus cuerpos de la NBA y su biblia made in Utah, en las manos gigantes y siempre limpias.
En cambio los Marines – entrenados casi siempre por afroamericanos mas papistas que el Papa, porque temen que la Confederación consiga su revancha - son como una bala reforzada, un instrumento, un arma. Dejan de ser humanos. Son un Terminator con un programa elemental, incapaz de evitar cualquier daño colateral.
Por eso, el otro día – en una de esas noches en la cual el calor no deja dormir – me sorprendí cuando uno de ellos se levantó de su silla y solicitó al funcionario – creo que era el Secretario de Defensa -  de la administración Bush que los visitaba en el campamento, “mayor protección para sus cuerpos expuestos a los terroristas islámicos”, que los atacan arteramente en todos los rincones del Irak ocupado.
El enviado del gobierno respondió – con el estilo tan propio de los republicanos - que un soldado debe luchar en el ejército que tiene y no en el que desearía tener, poniendo en caja al protestón que sólo mereció la aprobación de dos o tres conmilitones mientras los otros centenares lo miraban asombrados por sus peticiones.
Como todo Terminator, las máquinas de matar sólo deben cumplir aquello que se les ordena y no tienen derecho al pataleo.
Para no ser injustos con los nuevos cruzados – guerreros que luchan por nuestra cosmovisión y no por la tarjeta verde como dicen los malintencionados – héroes que deben enfrentar a los fanáticos seguidores de Mahoma,  al cruzar por la esquina mas cercana a mi casa, me detuve y miré alrededor, tratando de recordar mi instrucción militar en aquella vieja colimba que hice en el 67 en el Regimiento 3 de Infantería en el cruce de la avenida Crovara y el camino de cintura – en La Tablada - donde hoy conviven varios hipermercados.
Conté más de veintisiete posiciones cubiertas a la vista y al fuego desde la cual me podrían herir o matar sin tener la más mínima posibilidad de defensa.
Pensé en la fragilidad de esos patéticos gigantes que caminan imponentes con sus hermosos cascos – una réplica exacta de los que usaban los alemanes durante la segunda guerra mundial -, sus escudos, sus sistemas de comunicación, sus fusiles imponentes, sus uniformes paquetes y no pude evitar un principio de pánico.
Si estos Terminators pueden ser puestos fuera de combate por cualquier musulmán casi desnudo o cuando menos mal vestido, mal alimentado, peor entrenado, y seguramente no lector de las grandes obras literarias de occidente, ignorante de las virtudes del tango y las glorias de River Plate: ¿que será de nosotros, los verdaderos y pacíficos, tolerantes y devotos católicos...

Guillermo Compte Cathcart


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