Llegué a Chilavert
a las nueve de la mañana. Cuando entré a mi oficina, Marga Rohwer – una de las
pibas de la administración – me trajo un informe y se quedó parada al lado de
la puerta. Cuando la miré me preguntó en voz baja si era cierto que el General
estaba muy enfermo. Le contesté que eran rumores gorilas, que no tenía que
preocuparse. Antes de salir me confesó que toda su familia – incluyendo a sus
padres alemanes – eran peronistas.
Cuando cerró la
puerta me sentí orgulloso: La chica más linda de toda la empresa, la que todos
miraban por sus minifaldas, la más alemana en una empresa de alemanes, era una
nietita del Viejo y se había animado a contármelo, a mí , al único gerente
peronista.
A las once, en uno
de los pasillos superpoblados del Hospital de Clínicas recibí el análisis que
descartaba definitivamente la posibilidad de un cáncer en mi hígado atacado por
esa hepatitis extraña y persistente que me tenía enfermo desde hacía más de
ochenta días. Dos enfermeras pasaron a mi lado mencionando en voz baja su
nombre. En sus ojos se notaba la amenaza del llanto.
La alegría de mi
salud se iba transformando en la angustia por la suya.
Cuando llegamos en
caravana – mi automóvil y los dos que me seguían a todos lados por las dudas -
al restaurante secreto y exclusivo de la colectividad alemana en los límites de
Malaver y Villa Ballester , se sumaron los otros integrantes del equipo.
Cuando nos
sentamos a la mesa comprobé que éramos cuatro contra tres: La Porta y su
socialismo democrático, Pierre y Coto con su radicalismo balbinista, por el
lado gorila y Ulises Gelpi – integrante de la conducción nacional de la
Juventud Peronista -, José Salguero – un conocido militante peronista de
Castelar – , Armando Vanasco, el hijo del Comodoro a quien el mismísimo General
le ordenó no bombardear a la flota de Rojas y que regresara con sus bombarderos
a Mendoza y yo, por el lado del peronismo.
Comimos sin hablar.
Ni una palabra. Como sabiendo que se nos estaba yendo la Historia.
En el salón,
siempre repleto de risotadas y aplausos, se sentía el peso implacable del
silencio.
Cuando Reiner y su
hermana – los hijos de los dueños – me vinieron a abrazar llorando, tiré el
plato a la mierda y me puse a llorar abrazado a ellos.
Poco después -
¿segundos?...¿minutos?...¿siglos? – Gelpi, Vanasco y Salguero se pusieron a
cantar La Marcha.
La madre y el tío
de Reiner se sumaron mientras un mozo golpeaba una cuchara y un jarro contra el
mostrador. La mayoría de los parroquianos se puso de pie y hacían la “V” con su
brazo derecho alzado.
La Porta miraba al
techo con cara de desesperación. Pierri jugaba con miguitas sobre el mantel y
Coto se arreglaba el nudo de la corbata, como hacía siempre que se ponía
nervioso.
Ahí sentí por
primera vez que La Argentina poderosa y feliz de mi infancia se había terminado
para siempre y que, desde ese momento maldito, los límites de mi alma eran los
límites del peronismo.
Y supe que estaba -
para siempre -, solo.
Guillermo
Compte Cathcart
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