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lunes, 29 de junio de 2015

La Luna Secuestrada: Un Cuento para mis nietos



Hace mucho tiempo las tierras de Longchamps estaban cubiertas de ciénagas  muy peligrosas pues los trasgos, los fantasmas y todo tipo de horrores que vivían  en ellas  salían en las noches negras, cuando no brilla la Luna.
La poca gente que vivía en estos pagos, cuando tenía que cruzarlas por el caminito angosto rodeado de arenas movedizas y pozos sin fin, se despedía de sus amigos y parientes como si nunca jamás volviera a verlos.

La Luna, preocupada por el dolor de la gente buena que vivía en estos parajes desolados y sufridos decidió bajar para ayudar a los paisanos que debían cruzar las ciénagas del infierno, como las llamaban en toda la región.
Así que a la mitad del mes se envolvió en un manto negro, ocultó su cabellera resplandeciente bajo una capucha negra y descendió a las ciénagas.
Todo estaba oscuro y húmedo, las matas de hierba se agitaban y no había más luz que la que salía de su blanco pie. Se internó en el pantano y las brujas cabalgaron a su alrededor montadas en sus enormes gatos y los fuegos fatuos bailaron con los faroles a sus espaldas, y los engendros salieron del agua y la miraron con los ojos encendidos y la tocaban con sus garras.
Pero ella siguió su camino,  tan ligera como el viento en el verano, hasta que por fin una piedra se hundió bajo sus pies y ella trató de agarrarse de un tronco cortado para sostenerse; pero en cuanto lo tocó, el tronco mutilado se trenzó alrededor de sus muñecas como un par de esposas, atrapándola.
Trató de soltarse,  pero no pudo.
Entonces, vió a un hombre que trataba de escapar de los engendros que tiraban de su poncho blanco y negro. La Luna estaba tan triste y tan enojada que hizo un gran esfuerzo, y aunque no pudo soltarse las manos movió la cabeza, la capucha se corrió y la luz brotó de su hermosa cabellera dorada, de modo que el paisano pudo ver las arenas movedizas  y el camino seguro a lo lejos y se escapó con un salto.
Pero la Luna cayó hacia delante, agotada por el esfuerzo, y la capucha negra volvió a cubrir su cabeza, sin que le quedaran fuerzas para quitársela. Entonces todas las criaturas malignas le pusieron una piedra encima y la secuestraron.
Pasaron los días y cuando empezó el nuevo mes la gente puso paja en sus sombreros y dinero en sus bolsillos esperando la salida de la Luna nueva, y ésta nunca salió.
Y mientras se sucedían las noches oscuras, los engendros malignos de la ciénaga fueron a aullar hasta las mismas puertas de los hombres, de modo que nadie podía salir de su rancho por la noche y al final la gente no podía dormir, temblando alrededor del fuego, temiendo que, si se apagaban las luces, los seres malignos traspasarían los umbrales de sus casas.
Y las personas hablaron en sus hogares, en los potreros y en los ranchos.
Así que un día, mientras estaban sentados en los bancos de la pulpería, Don Enrique Ortega, que volvía de una doma en Tandil, exclamó de pronto:
- Creo que sé dónde está la Luna, pues ella me salvó cuando mi caballo se espantó por una víbora y quedé solo en medio de la ciénaga.
Todos los vecinos de Longchamps la buscaron durante varias noches y por fin la encontraron sin hacer caso a los alaridos de los monstruos y a sus golpes. Levantaron la piedra entre todos y la desataron y el brillo de la Dama de la Noche espantó a las terribles criaturas del pantano.

Desde entonces, La Luna agradecida brilla con más fuerza que en ningún otro lugar de la Tierra cuando pasa por encima de Longchamps. Por eso, los horrores se fueron a otros pagos y los pantanos se secaron.

Guillermo Compte Cathcart

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