Hace mucho tiempo las tierras de
Longchamps estaban cubiertas de ciénagas
muy peligrosas pues los trasgos, los fantasmas y todo tipo de horrores
que vivían en ellas salían en las noches negras, cuando no brilla
la Luna.
La poca gente que vivía en estos
pagos, cuando tenía que cruzarlas por el caminito angosto rodeado de arenas
movedizas y pozos sin fin, se despedía de sus amigos y parientes como si nunca
jamás volviera a verlos.
La Luna, preocupada por el dolor de
la gente buena que vivía en estos parajes desolados y sufridos decidió bajar
para ayudar a los paisanos que debían cruzar las ciénagas del infierno, como
las llamaban en toda la región.
Así que a la mitad del mes se
envolvió en un manto negro, ocultó su cabellera resplandeciente bajo una
capucha negra y descendió a las ciénagas.
Todo estaba oscuro y húmedo, las
matas de hierba se agitaban y no había más luz que la que salía de su blanco
pie. Se internó en el pantano y las brujas cabalgaron a su alrededor montadas
en sus enormes gatos y los fuegos fatuos bailaron con los faroles a sus
espaldas, y los engendros salieron del agua y la miraron con los ojos
encendidos y la tocaban con sus garras.
Pero ella siguió su camino, tan ligera como el viento en el verano, hasta
que por fin una piedra se hundió bajo sus pies y ella trató de agarrarse de un
tronco cortado para sostenerse; pero en cuanto lo tocó, el tronco mutilado se
trenzó alrededor de sus muñecas como un par de esposas, atrapándola.
Trató de soltarse, pero no pudo.
Entonces, vió a un hombre que
trataba de escapar de los engendros que tiraban de su poncho blanco y negro. La
Luna estaba tan triste y tan enojada que hizo un gran esfuerzo, y aunque no
pudo soltarse las manos movió la cabeza, la capucha se corrió y la luz brotó de
su hermosa cabellera dorada, de modo que el paisano pudo ver las arenas
movedizas y el camino seguro a lo lejos
y se escapó con un salto.
Pero la Luna cayó hacia delante,
agotada por el esfuerzo, y la capucha negra volvió a cubrir su cabeza, sin que
le quedaran fuerzas para quitársela. Entonces todas las criaturas malignas le
pusieron una piedra encima y la secuestraron.
Pasaron los días y cuando empezó el
nuevo mes la gente puso paja en sus sombreros y dinero en sus bolsillos
esperando la salida de la Luna nueva, y ésta nunca salió.
Y mientras se sucedían las noches
oscuras, los engendros malignos de la ciénaga fueron a aullar hasta las mismas
puertas de los hombres, de modo que nadie podía salir de su rancho por la noche
y al final la gente no podía dormir, temblando alrededor del fuego, temiendo
que, si se apagaban las luces, los seres malignos traspasarían los umbrales de
sus casas.
Y las personas hablaron en sus
hogares, en los potreros y en los ranchos.
Así que un día, mientras estaban
sentados en los bancos de la pulpería, Don Enrique Ortega, que volvía de una
doma en Tandil, exclamó de pronto:
- Creo que sé dónde está la Luna,
pues ella me salvó cuando mi caballo se espantó por una víbora y quedé solo en
medio de la ciénaga.
Todos los vecinos de Longchamps la
buscaron durante varias noches y por fin la encontraron sin hacer caso a los
alaridos de los monstruos y a sus golpes. Levantaron la piedra entre todos y la
desataron y el brillo de la Dama de la Noche espantó a las terribles criaturas
del pantano.
Desde entonces, La Luna agradecida
brilla con más fuerza que en ningún otro lugar de la Tierra cuando pasa por
encima de Longchamps. Por eso, los horrores se fueron a otros pagos y los
pantanos se secaron.
Guillermo Compte Cathcart
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