Sin desconocer el acertijo marciano que debe enfrentar quien quiera resolver el problema de la seguridad en nuestro país – suponiendo que tanto la palabra “nuestro” y “país” sigan teniendo el mismo significado que tuvieron para mis maestros primarios de la década del cincuenta – quiero acercar al caldo del debate un aspecto de la cultura samurai, que nos ayudará a comprender –y por qué no- , a construír, una nueva interpretación del sentido de la función pública, sea en la responsabilidad de quien entrega los números para los turnos en un hospital o en la de un muy entrenado y educado portador de armas para defender la vida, la libertad y la propiedad (en ese orden), de los ciudadanos.
Insisto, como lo sostuve en varios artículos, “la inseguridad es consecuencia de la guerra cultural que padecemos” .
Guerra en la que los victimarios no consideran a sus víctimas “personas”, por lo menos, “personas” tal como ellos se consideran a sí mismos.
El “choque civilizatorio” que nos atraviesa, transversal, horizontal y verticalmente hace que suframos una verdadera guerra civil cotidiana.
En la que existen traidores, quintas columnas, y entregadores por omisión.
Akira Kurosawa , el extraordinario director de cine japonés, supo
reflejar como nadie las diferencias abismales que existen entre una clase
guerrera aristocrática y el pueblo común y corriente, entre el Samurai y los
“juntadores de arroz”. (Rashomon, La Fortaleza Oculta ).
Como todo japonés culto de su generación conoció varias
dramatizaciones del hecho histórico
acaecido entre 1701 y 1703 : Una banda de 47 “ronin” traman, esperan y ejecutan
su venganza sobre el hombre que provocó el suicidio de su “Señor”.
La más famosa de estas dramatizaciones es una obra de teatro “kabuki”
(ka: canción ; bu: danza ; ki: destreza) en once actos llamada “Los Leales 47 ronin” ( Kanadehon Chushingura
). A través de los años varios cuentos, obras de títeres, y films muy populares
se produjeron para transmitir la gesta de aquellos guerreros sin Jefe, sin
Conducción.
Durante el siglo 12 el término
“ronin” comenzó a ser usado para designar a los samurai que por derrotas en el
campo de batalla, la muerte intempestiva de su señor o por sus propias
fechorías eran desposeídos de sus feudos y del patrocinio de un noble: se
convertían en mano de obra desocupada, en mercenarios, en perros de la calle
(Tarantino).
En la película “Los Siete Samurai” los guerreros son “ronin” reclutados
por “juntadores de arroz”, es decir, campesinos que no son capaces de defender
su trabajo y sus familias por sí mismos,
con su vida, con su sangre, con sus manos.
Habitantes de un pueblo sin Ley.
Por un lado, guerreros sin conducción – alguno en pleno proceso de
aprendizaje pero sin ningún marco de contención – librados a sus apetencias
personales, “la masa sin cantera”.
Por el otro, un grupo de seres ruines que aceptan cualquier yugo con tal
de seguir viviendo miserablemente.
Al finalizar la película las espadas de los samurai ronin están clavadas
sobre sus tumbas porque al menos murieron heroícamente luchando contra los
bandidos.
Los “juntadores de arroz” siguen respirando hasta que aparezcan otros bandidos
que rapten sus mujeres y roben sus cosechas.
No alcanzan tres comidas por día (la recompensa de los 7 magníficos en la
película) para tener verdaderos samurai. Hace falta un Señor, una conducción,
para tener Guardianes de la
Polis.
La moraleja de esta historia es que muchos de los problemas de la
inseguridad se solucionarían si fuéramos capaces de darnos, aceptar y sostener
un estado justo, independiente, soberano, republicano, representativo y
federal, capaz de mandar sabiamente.
Los “juntadores de arroz” dejarán de serlo cuando obedezcan con alegría y
responsabilidad y con los ojos bien abiertos, armados con su voto.
Sólo así serán Ciudadanos.
Guillermo Compte Cathcart
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