En Diciembre de 1952 conocí al padre de
Tatiana. Llegó con mi padre al anochecer y cuando mi mamá lo invitó a
refrescarse con sus célebres duraznos en vino tinto no supo, no pudo o no
quiso, rechazar el convite y se sentó con mi padre en el jardín y como viejos
camaradas se pasaron la jarra de vidrio para llenar los vasos hasta el borde,
sin que el bicherío que atraía la luz del porche les ocasionara ninguna
molestia, salvo la precaución de tapar con la mano libre el precioso néctar
para evitar que alguno de los pequeños monstruos se ahogara en el oceáno del
cual se sentían los únicos navegantes.
Por lo que hablaron mis viejos, supe que
era el jefe de una familia húngara y que vivían en una casa muy vieja de
la calle Drago a veinte metros del cruce con la calle Londres, más allá del
monte de eucaliptus.
Unos días después vinieron a buscar duraznos
Tatiana y su madre, de la que sólo recuerdo sus ojos de un azul profundo y
claro como el cielo del amanecer en los veranos de Santa Teresita y una larga
trenza de pelo renegrido.
Así, con el ida y vuelta del regalo
permanente de alimentos, se fue construyendo una amistad que me permitió ser el
único testigo de una ceremonia secreta.
Tatiana y su hermano mayor, Boris, me
vinieron a buscar el 24 de diciembre, bien temprano, cuando mi tío Raúl
encendía el fuego tenue que asaría el lechón trozado de la noche y mi abuela
Concepción desplumaba a la multitud de pollos jóvenes del escabeche.
Mi mamá envolvió uno de sus panes dulces y me
encargó que se lo entregara a la madre de mis amigos húngaros.
Cuando hicimos las casi cinco cuadras y
llegamos al jardín de su casa vimos al padre de Boris y Tatiana haciendo un pastón
de cemento, arena y cal sobre un contrapiso desparejo.
El húngaro llenó dos baldes y comenzó a
trabajar una forma extraña sobre una pila de ladrillos de un metro y medio de
altura. Mientras tanto, su mujer leía en su idioma natal pasajes de un libro antiguo
de tapas verdes.
Tadeusz, que tenía mi misma edad, miraba desde un costado.
Como mis amigos estaban callados, no abrí la boca y cuando la figura monstruosa
desplegó sus alas quietas, sentí miedo.
La familia rodeó al ser horrendo tomándose de
la mano y con un gesto me sumé al círculo tomando con mi derecha la izquierda
de la mujer y con mi izquierda la derecha de Tatiana.
- Cuando esta noche llore por ser de piedra
nosotros festejaremos la
Navidad – dijo el hombre nacido en las riberas del Danubio.
Pasó el tiempo y cuando la familia partió
hacia París, el señor - cuyo nombre no recuerdo - destruyó a la Gárgola , la Guardiana de la Fé.
Con los años, aprendí de Claudio Páleka “La Vida Extraña.
Espectros, Vampiros, Custodios y Hombres de Dios, página 285: “que las Gárgolas custodian las Iglesias
y los Templos para que no sean atacados por hordas del mal. En ese sentido su
Custodia al Hombre sería indirecta, salvo por el hecho de que cuando se
realizan Liturgias y Ritos dentro del recinto Sagrado la Custodia de las Gárgolas
se extiende a las personas que participan de ellos. Si bien se trata de una
guarda transitoria no deja de ser eficaz. La Gárgola entiende que luego de la Divinidad , lo más
valioso de una Iglesia es la misma Asamblea de los Fieles, ladrillos vivientes
de la Jerusalén
Celestial. Esta guarda especial está centrada en impedir que
los demonios del Aire penetren en el psiquismo de las personas. También
expulsan a los demonios denominados Egregores y Obsesores que tienen por objeto
hacer que los catecúmenos abandonen la Iglesia y la Santa Fé ”.
Para la familia de Tatiana, su casa era su
Templo y a mí me honraron al permitirme ser Testigo de su protección.
Jamás los volví a ver.
Años después, recolectando datos para la Historia de Longchamps, me reuní con Panchito Saumell. Mientras recorríamos la gran casa-barco que está a media cuadra de la actual barrera automática de la calle Boulogne Sur Mer, me dijo que Tadeusz había muerto en Vietnam, como infante de marina de los Estados Unidos de Norteamérica.
Y relató que Boris había venido a la Argentina y fue a mi casa y le contó eso a mi viejo, quien siempre calló la noticia para no amargarme.
Visité la página del muro de los caídos en esa guerra y encontré el nombre de Tadeusz.
Busqué datos de Da Nang en la costa del Mar de China.
Tadeusz murió muy cerca de templos que están protegidos por guerreros de piedra, guardianes del Templo (verdaderas gárgolas vietnamitas).
Es decir, que para esas monstruosas figuras, él, mi amigo de la infancia, quien nació en China y vivió en Longchamps, era un demonio para los vietnamitas.
Hoy, cuando a veces paso con mis nietos por
la esquina de Alvear y Malvinas Argentinas (aquella Drago y Londres de mi
niñez) miro hacia el lugar donde hay otras casas y si bien siempre les cuento a
mis nietos historias fabulosas sobre los habitantes de la ciudad fantasma, no
me atrevo a hablarles sobre la
Gárgola de la calle Drago y sus alas con garfios de acero.
Ellos, como muchos niños de hoy, pueden ver a
las gárgolas japonesas ir y venir por las pantallas de la televisión.
Yo , un abuelo que está más en el pasado que en el futuro, sólo tengo el
inmenso privilegio de haber visto a un guerrero de piedra llorar una Navidad.
Guillermo Compte Cathcart
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