La anécdota es muy
conocida entre los investigadores medievales que admiran las cualidades reales
del Duque de Normandía convertido gracias a la suerte de una batalla –
Hastings, 1066 – en el primer Guillermo de Inglaterra.
Este jóven vikingo
no solo decapitó a la aristocracia anglosajona de un único y certero golpe sino
que también borró de la memoria del pueblo inglés sus nombres cotidianos: en
poco menos de un siglo, el ochenta por ciento de los varones nacidos en la Isla
de las Tinieblas se llamaría “William”, en honor al implacable guerrero y
estadista que los franceses llamaban “Guillaume, le conquberant”.
Se produjo durante
su reinado un hecho escandaloso para la época y para el poder de un monarca
predecesor del absolutismo que tardaría siglos en llegar: Una vasta
falsificación de moneda.
Mi abuelito, dulce
como el pan barato que comemos durante las fiestas y esta colocado en las
góndolas de los supermercados chinos de los distintos barrios desde hace cinco
meses, no dudó: agarró a los principales acuñadores de monedas del reino y les
cortó la mano derecha y sus órganos viriles.
De allí surgió el
canto popular que viajaba con los pedlars – los vendedores ambulantes que
edificaron el capitalismo viajando de aldea en aldea – quienes no dejaban de
advertir: “Cortarán la mano del acuñador y su hombría, si no paga una libra el
valor de un penique”.
Hoy, los distintos
mercados continentales se encuentran en las vísperas de una guerra implacable,
la monetaria.
¿Será George William como
el primer William?
La tierra de
Mahatma Gandhi está diversificando sus monedas, por las dudas.
Los nuevos
capitalistas, los chinos, mantendrían su yuan – el que según algunos
pronosticadores esta subvaluado en más de un 28% - fijo.
Por la tierra de
Chejov, los funcionarios están tratando de acaparar monedas de sus vecinos
ricos de la Comunidad de la doble E, que como aquella entrañable bebida de la
etiqueta verde que se refería a otra letra, la número 25 de nuestro abecedario,
nunca será whisky, como decía mi viejo, delineando la actual política rebelde
de los tenedores de libras esterlinas.
Nosotros, con
nuestro simple pesito sometido a los caprichos del Real del Planalto, estamos
como aquél naufrago con un billete de un millón de dólares del cuento: en una
isla perdida, haciendo señas y “en pelotas como nuestros hermanos los indios”,
como supo decir San Martín.
¿Cómo compensar
las grandes diferencias entre las distintas sociedades planetarias y las cada
vez más evidentes grietas dentro de cada una de ellas?
¿Quién levantará
la espada política capaz de cortar ese maldito nudo gordiano?
En nuestras calles
hay cada vez más celulares y casi el 55% de la población es pobre. En la tierra
de Shaka Zulu dicen que hay poco mas de 44 millones de habitanes y casi la mitad
tiene uno, pero más de once lenguas oficiales y su bandera agota los colores de
cualquier paleta surrealista.
Setecientos
cincuenta millones de personas en todo el planeta ganan como máximo un dólar
por día, cuando consiguen una changa y un número más o menos igual – muy de vez
en cuando - llega a los dos dólares por una jornada laboral de - al menos - 14
horas.
Como podemos
imaginar los presidentes de los bancos centrales deberían cuidarse las manos y
aquello que suelen vigorizar con medicamentos mágicos para sus noches
prohibidas fuera del hogar.
Nosotros, lejanos
a todo lo que hacen los grandes del mundo estamos a punto de convertir a
nuestra máxima entidad monetaria en una oficina dependiente de los caprichos de
las - ¿unidades abiertas?, ¿comités populares?, ¿cabildos piqueteros?, ¿play –
rooms? – del todavía nonato “movimiento transversal”, con el cual sueñan los
que nunca pueden derrotar al peronismo.
Pero no se
preocupen, amigos, siempre – sin ningún tipo de excepción – nuestros
economistas, los que con tanto sacrificio se forman en las universidades
latinoamericanas, reciben un baño de purificación ideológica en las
norteamericanas, requisito indispensable para llegar a ser un técnico
irreprochable al servicio de cualquier partido politico nativo, aunque no
apague ningún incendio y dure unos minutos con el traje de bombero, aunque
conserve cara de perro enojado cuando le hablen de las llamas del descontento
popular.
Después de todo
George William la tiene clara, porque no solo tiene los dólares, también tiene
a los Marines.
Y en los distintos
foros mundiales , sonriendo sin abrir la boca, repite para sí mismo el discurso
aquél con el cual el futuro William I arengó a sus nobles normandos antes de
embarcar hacia Inglaterra con sus mastines de guerra: “No hay nada que temer,
ellos (por los ingleses) son una raza afeminada”.
¿Pensará lo mismo
de nosotros?
Guillermo Compte Cathcart
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