Un callejón cerca del puerto.
En un local, gritos y música electrónica, acaba de llover y un tipo,
tambaleante, se desploma sobre un charco.
En el cielo estallan los fuegos artificiales, pero en la
zona rica de la ciudad.
Las barcazas se mecen con las olas tranquilas de la calma.
Veredas solitarias, y un perro busca su rumbo en los tachos
de basura.
Casas de lata mal pintadas sin luces encendidas, sólo una
muestra el rostro de un viejo capitán mirando hacia el horizonte donde aún
navegan sus recuerdos.
Su lámpara, aquella compañera de sus noches de guardia
frente al timón, palpita la llama celosa de las cascadas multicolores y
estruendosas del festejo de otros.
Las anclas sumergidas en el lecho contaminado del muelle
centenario no se atreven a vibrar.
En una, atrapada para siempre, una túnica roja se sacude sin
esperanzas.
La suave corriente acaricia el cuerpo joven, grotesco
maniquí recién asesinado.
Una de las manos ya no lo es, los peces hambrientos la
hicieron garra.
Guillermo Compte Cathcart
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