El rocío se desvanece bajo la suela de las zapatillas que en
rítmico martilleo golpean el perímetro de la cancha de fútbol que los pibes
marcaron en uno de los extremos del Campo Ramo, el último paraje de Longchamps
antes de la frontera con Esteban Echeverría, cerca de la ruta provincial que
supo mirar el paso de Rosas y sus Colorados rumbeando para San Miguel del
Monte (Y, hoy, un mal asfalto plagado de cráteres traicioneros).
Los tres corredores, infatigables, se imaginan en otro
escenario, lejano, pródigo en fama y dinero, cercano a las villas mediterráneas
que muestran hasta el cansancio los canales del cable.
Uno llega a las siete menos cuarto desde el barrio Los
Álamos, caminando. El segundo, desde la casa de su abuela en Santa Rita, uno de
los lugares más pitucos de Longchamps. Su bicicleta azul, roja y verde es
conocida en el pueblo, pues muchos lo vieron por tevé jugar en la reserva de
Boca el día que hizo un gol de penal contra Olimpo de Bahía Blanca.
El tercero, morocho como Baltasar, con su motoneta fuera de
moda, como los Winco del sesenta, fatiga las cuadras desde el lejano triángulo
del norte, donde la avenida Berlín se dirige a La Armonía, la usina láctea que las
nuevas generaciones conocen con su nuevo nombre muy sereno.
Tres orígenes y un mismo puerto imaginado. Saben que los
vientos son implacables y que los maremotos acechan a los navegantes, pero
insisten, porfiados.
Veteranos de guerras perdidas, cuántas veces han llegado
puntualmente a esas masacres del Ego que los clubes suelen convocar para
examinar a los aspirantes a integrar sus planteles superpoblados y mal pagos de soñadores vencidos.
Hacinados en las largas filas del costado de una cancha
auxiliar, ansiosos, esperan que el dedo los señale para ponerse una camiseta
degradada, la que se ata con una cintita a la espalda y que al ser tan poca
cosa no tiene un nombre propio.
Es extraño comprobar las contradicciones de nuestra sociedad
aún en las prácticas cotidianas de la prueba de jugadores en los clubes que
militan en las distintas categorías del deporte más lindo del mundo. No es raro
encontrar en los pasillos que llevan y traen a los soñadores desde la calle,
carteles describiendo los derechos de los niños, a pesar que los candidatos
nunca son llamados por su nombre sino por el número de la posición estratégica
que desempeñan en el campo de juego.
Cuántas veces compartieron la suerte esquiva de un juicio
obsceno con diez desconocidos elegidos al azar que tratan de salvarse cada uno
por su lado tratando de hacer la jugada imposible, aquella que despierte de los
bostezos constantes a los Examinadores, quienes desde hace rato ya decidieron
incorporar a las divisiones inferiores del club a los recomendados por los
miembros de la comisión directiva y a los ahijados de los representantes que prometieron futuras
ganancias.
Cuántas veces hicieron la jugada de sus vidas pero el Ojo
Supremo no los estaba mirando. Se deleitaba siguiendo las curvas de las niñas
que con pollerita corta van a jugar al tenis o el hockey sobre césped.
A pesar de todo, seguirán entrenando para estar listos cuando
el milagro del llamado ocurra.
Algún día, cuando el
peso del tiempo les abra los ojos, se
darán cuenta que ya no están dentro de los límites que la comunidad futbolera
acepta como normales para jugar en la primera división.
Seguirán insistiendo. Formarán un equipo para participar en
una de las ligas que pululan en el Gran Buenos Aires. Discutirán con árbitros
que miran el partido de lejos y no suelen proteger a los más hábiles.
Aguantarán los insultos de las hinchadas rivales que muchas veces invaden el
campo de juego para imponer la fuerza de sus manos. Pagarán el impuesto a la
ilusión más caro del mundo y que va a parar a los bolsillos de muchos que han
aprendido que aquél que tiene una pasión no suele aceptar los llamados de la
razón.
Explicarán a sus parientes – una y otra vez en las fiestas
familiares durante varias décadas
por qué fueron excluídos de la lista de oro de los contratados
cuando cumplieron los dieciocho y después de pasar varios años pagando tres o
cuatro colectivos, ida y vuelta, todos los días, se quedaron afuera del sueño
de la primera división. Un sueño imposible, que con la tenacidad de un virus,
seguirá animando a millones de jóvenes en todo el planeta a realizar lo mismo
que hizo Diego Maradona en aquél partido inolvidable contra los ingleses, en
las tierras del inmenso Benito, el fiero Emiliano Zapata o el intrépido Pancho Villa; o el más nuevo rayo del balompié: Messi el sereno, el terrible arponero que si hubiera sido tripulante del obsesionado Ahab, hoy el malvado monstruo blanco sería museo.
Guillermo Compte Cathcart
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