Las dalias habían florecido y sus colores
invadían los laberintos que mi padre había trazado con distintos niveles de
verde y mucha tijera, pala de punta y el rastrillo minúsculo, que mi tío
Roberto le regaló cuando nos mudamos – un día de lluvia – “al campo”.
Las vacas siempre andaban sueltas por la calle
nonata Juan de Garay (calle que nosotros
abrimos yendo y viniendo a la estación Longchamps ) y al llegar a la Berlín , todavía oculta bajo
los surcos eternos del viejo Caradonna y su pasión por las papas inmensas de
formas monstruosas, buscaban una abertura imposible en el alambrado para llegar
al paraíso de alfalfa del campo, que alguna vez fue de los japoneses sin
nombre, que de sol a sol parecían soldaditos de plomo agachados sobre los
almácigos de acelgas, lechugas y repollos.
Ese mundo inmenso de jilgueros, corbatitas,
cabecitas negras y renegridos nos miraba con el ojo inmenso de la naturaleza, a
mi hermano y a mi, correr de un lado al
otro con nuestras tramperitas para atrapar a uno de los cantos dorados que eran
un estilete musical en las mañanas de noviembre. Nosotros – sabiéndonos
intrusos -mirábamos con temor hacia al Ombú imponente que estaba al final de
los surcos, unos metros antes de la actual calle Palumbo. Desde allí, en
cualquier momento podía emerger de su cueva Don Lopresti, el reemplazante de
los japoneses y el dueño de los lechones que masacraban a los jardines recién
nacidos de los nuevos vecinos, los invasores que horadaban las sábanas de
margaritas silvestres.
Mi mamá nos decía que había escuchado en la
carnicería de Don Alberto , que el gigante bigotudo había matado con su escopeta de dos caños, a
varios chicos que corrían a un lechón.
Las vacas vencidas por la calle cortada volvían
a Londres y se iban o hacia la avenida Perón (Pavón, Hipólito Yrigoyen y Gran
Vía del Sur) o elegían el rumbo del Campo Ramo. Al rato aparecía el gauchito –
tan viejo como mi primo Horacio - y me preguntaba si las había visto. No
parecía preocuparse por perderlas y así como había venido se iba con el crepúsculo.
En su cabeza el campo seguía siendo una totalidad no fragmentada por el alambre
de los terrenos que se hacían casas, lenta e inexorablemente.
Un día, jugando con mi hermano Rodolfo,
olvidamos cerrar el portón. Cuando mi vieja vió como las vacas se comían a la
dalia negra se puso a gritar y a llorar. Eran cuatro, negras y blancas,
inmensas. Mi viejo dejó de leer el diario – recién había llegado del trabajo –
y tranquilamente lo cerró. Al rato apareció el boyerito en su caballo.
Reclamó las vacas. Mi padre, serio como un
poste le dijo que las había encerrado para hacer un asado con cuero.
Enojado se fue a buscar ayuda en un galope
salvaje.
Mi mamá estaba desesperada. Le rogaba a mi
padre que ocultara la pistola 45 bien visible entre el cinto y la camisa. Había
puesto la silla de viaje en el medio del jardín y seguía leyendo el diario y
tomando su vino tinto helado con duraznos que yo había preparado por la mañana
bien temprano. Parecía Gregory Peck en los instantes previos a la gran caminata
de “A la hora señalada”.
Cuando vino el gaucho inmenso, con su facón
como una espada y un sombrerito redondo color gris perla, se midieron con ojos de combate. Frente a
frente, separados por la madera roja y blanca del portón, cambiaron unas
palabras: “Buenas Don, se me perdieron unas vacas”, “Estas no son las
suyas...son las de un hijo de p... que no las cuida como es debido, que no
quiere darse cuenta que esto es un pueblo ahora, que hay chicos y mujeres...que
ya no las puede largar a pastar como si nada”, “se le escaparon al pibe”, “que
las venga a buscar dentro de un rato”, “por qué no manda a los gurises a buscar
leche recién ordeñada todas las mañanas”. Estas son las frases que recuerdo del
primer duelo al sol del atardecer.
Así conocí a Don Enrique Ortega, un gaucho de
pura cepa. Así comenzó una relación que duró muchos años y cuyo acto final de
mi parte fue el regalo que le hice de un ejemplar del libro agotado de
Solanet, sobre el color de los caballos
criollos que él mismo parió con sus selecciones genéticas. Poco después, Don Ortega murió y con él se fue uno de los últimos de
paisanos que sufrió el choque cultural – una guerra invisible - que significó la Primera Emigración
Porteña, la epopeya que protagonizaron alrededor de quinientos mil porteños –
que al calor de los planes Evita – se lanzaron a la conquista del espacio
interior del Gran Buenos Aires.
Una tarde de domingo, Ortega pasó montado en un
atigrado y llevaba al tiro a un potro alazán, muy arisco y con furia en los
ojos. Al saludar a mi padre – quien fumando un Particulares regaba las dalias –
le preguntó con sorna, si el alazán le gustaba. Mi papá devolvió el saludo y
con su actitud indiferente – tan típicamente británica – le dijo que no le veía
nada del otro mundo. El paisano lo invitó a montarlo. Y, a puro pelo, en short,
descalzo, y en cuero, como un indio rubio de pelo totalmente cano, lo hizo
bufar de un lado al otro de la calle. La danza entrecortada de la doma terminó
cuando la Bestia
se rindió apoyada contra el cerco de ligustrina de Doña Luisa, mientras el loro
Arturo gritaba mi nombre y el de mi hermano subido al sauce de la esquina.
Mi viejo le dijo que “el pingo está algo
nervioso” y el otro le echó la culpa “a la gente nueva que viene y va de un
lado al otro”.
Los dos sabían que eran guerreros de bandos
distintos y siempre que se encontraban alzaban lanzas (o pelaban facones de
letras). Lo que Enrique no sabía era que el porteño - carapálida y más
corpulento que él - era un domador por
estirpe normanda y entrenado en los campos de su tía Fortuny - quien se hacía llamar por su nombre acriollado de Fortunata - en San Andrés de Giles y
en la Policía Montada
de la Capital
Federal.
Poco a poco, las casas nuevas borraron los
potreros y las vacas y los caballos y las estampidas y los carros se fueron
desvaneciendo como una película vieja.
Una mañana de Septiembre de 1965, al poco
tiempo de la muerte de mi madre, tomando mate con Don Enrique en su patio de
tierra mojada, frente al corral y a su galpón de tientos y forraje, me dijo
mirándome serio como un oráculo: “Según dicen, San Martín descansó bajo el Ombú
de Lopresti”.
Le devolví la mirada canchera y me acordé de la
pistola 45 y del alazán y para seguir el contrapunto perpetuo, le contesté:
“Algunos creen que los ‘comecuises’ – nombre que mis tíos usaban para designar
a los antiguos habitantes de nuestras nuevas tierras - inventan historias raras
para burlarse de los porteños que suelen tragarse cualquier verdura. Pero esto
es seguramente cierto. No es nada raro que descansara bajo el Ombú de Lopresti
y que lo hiciera junto al jóven Don Juan Manuel, quien cuando iba a su campo de Monte por el camino
de Las Latas, se paraba para ver las maniobras a campo abierto del Regimiento
de Granaderos en las tierras de los Ávila-Ortega”.
Don Enrique Ortega no dijo nada y suspiró con resignación. La única mano que nos pudo
ganar fue la satisfacción que sentía al ver como dos porteñitos flacuchos y
pálidos se iban convirtiendo en dos robustos mutantes de porteños y
‘comecuises’, con cachetes colorados pintados por la leche tibia recién
ordeñada de sus manazas tan grandotas como su corazón de campo.
Cada vez que ingreso a la Capital Federal me siento un Espaciano de Asimov entrando a una de las decadentes Cúpulas de Acero de la tierra vieja y moribunda. Y, al regresar, por las noches, el aire puro de Longchamps me convoca a seguir explorando el Universo. Ese océano estelar de rutilante color verde que Don Ortega cabalgó toda su vida, mixturando a Don Segundo y a Fierro al mismo tiempo, para ser el inolvidable Martín Sombra de estos pagos de maravillas y espantos.
Guillermo Compte Cathcart
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