El tango se hacía susurro y recorría los adoquines como un
río invisible, brazo mítico del oscuro Riachuelo que terminaba en el Matanza,
más allá del monte de duraznos del tano Melliore, y se hacía eco rebotando en
los muros de adobe.
Una pareja furtiva eludía con las sombras la luz escasa del
único farol del barrio, bajo el cual hacía su turno el veterano policía que
desde hace años patrulla esa zona de malandras y troperos.
El nuevo comisario había ordenado las guardias tomando en
cuenta los faroles, por eso, cuando alguno padecía la muerte súbita, no había
protección para los pobladores.
Era común, que antes de cometer un ilícito, un grupo de
pibes se dedicara al asalto con piedras y palos de los faros que, como gigantes
solitarios, guardaban las encrucijadas más concurridas.
Las pocas monedas que recibían se dedicaban a los primeros
tabacos de las niñez y a una que otra aventura en el espectáculo prohibido de
las danzas exóticas del turco Iskander, quien aseguraba ser nieto lejano del
gran Alejandro.
Cuando se inauguró el puente, colocaron más iluminación y
hubo más policías.
El adobe dio paso a los ladrillos y el tango se hizo primero
rock y más tarde cumbia.
Según dicen las viejas voces, todavía hay vecinos de antaño
que rondan las calles buscando un burdel.
Guillermo Compte Cathcart
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