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viernes, 19 de mayo de 2017

La Gárgola de la calle Drago


En Diciembre de 1955 conocí al padre de Tatiana. Llegó con mi padre al anochecer y cuando mi mamá lo invitó a refrescarse con sus célebres duraznos en vino tinto no supo, no pudo o no quiso, rechazar el convite y se sentó con mi padre en el jardín y como viejos camaradas se pasaron la jarra de vidrio para llenar los vasos hasta el borde, sin que el bicherío que atraía la luz del porche les ocasionara ninguna molestia, salvo la precaución de tapar con la mano libre el precioso néctar para evitar que alguno de los pequeños monstruos se ahogara en el oceáno del cual se sentían los únicos navegantes.



La jarra vacía y el aviso de la comida servida despidieron al nuevo vecino. Por lo que hablaron mis viejos, supe que era el jefe de una familia húngara y que habían alquilado una casa muy vieja de la calle Drago a veinte metros del cruce con la calle Londres, más allá del monte de eucaliptus.
Unos días después vinieron a buscar duraznos Tatiana y su madre, de la que sólo recuerdo sus ojos de un azul profundo y claro como el cielo del amanecer en los veranos de Santa Teresita y una larga trenza de pelo renegrido.
Así, con el ida y vuelta del regalo permanente de alimentos, se fue construyendo una amistad que me permitió ser el único testigo de una ceremonia secreta.
Tatiana y su hermano menor, Boris, me vinieron a buscar el 24 de diciembre, bien temprano, cuando mi tío Raúl encendía el fuego tenue que asaría el lechón trozado de la noche y mi abuela Concepción desplumaba a la multitud de pollos jóvenes del escabeche.
Mi mamá envolvió uno de sus panes dulces y me encargó que se lo entregara a la madre de mis amigos húngaros.
Cuando hicimos las casi cinco cuadras y llegamos al jardín de su casa vimos al padre de Boris y Tatiana haciendo un pastón de cemento, arena y cal sobre un contrapiso desparejo.
El húngaro llenó dos baldes y comenzó a trabajar una forma extraña sobre una pila de ladrillos de un metro y medio de altura. Mientras tanto, su mujer leía en su idioma natal pasajes de un libro antiguo de tapas verdes.
Como mis amigos estaban callados no abrí la boca y cuando la figura monstruosa desplegó sus alas quietas sentí miedo.
La familia rodeó al ser horrendo tomándose de la mano y con un gesto me sumé al círculo tomando con mi derecha la izquierda de la mujer y con mi izquierda la derecha de Tatiana.
- Cuando esta noche llore por ser de piedra nosotros festejaremos la Navidad – dijo el hombre nacido en las riberas del Danubio.
Pasó el tiempo y cuando la familia partió hacia París, el señor - cuyo nombre no recuerdo - destruyó a la Gárgola, la Guardiana de la Fé.
Con los años, aprendí de Claudio Páleka “La Vida Extraña. Espectros, Vampiros, Custodios y Hombres de Dios, página 285: “que las Gárgolas custodian las Iglesias y los Templos para que no sean atacados por hordas del mal. En ese sentido su Custodia al Hombre sería indirecta, salvo por el hecho de que cuando se realizan Liturgias y Ritos dentro del recinto Sagrado la Custodia de las Gárgolas se extiende a las personas que participan de ellos. Si bien se trata de una guarda transitoria no deja de ser eficaz. La Gárgola entiende que luego de la Divinidad, lo más valioso de una Iglesia es la misma Asamblea de los Fieles, ladrillos vivientes de la Jerusalén Celestial. Esta guarda especial está centrada en impedir que los demonios del Aire penetren en el psiquismo de las personas. También expulsan a los demonios denominados Egregores y Obsesores que tienen por objeto hacer que los catecúmenos abandonen la Iglesia y la Santa Fé”.
Para la familia de Tatiana, su casa era su Templo y a mí me honraron al permitirme ser Testigo de su protección.
Jamás los volví a ver.
Hoy, cuando a veces paso con mis nietos por la esquina de Alvear y Malvinas Argentinas (aquella Drago y Londres de mi niñez) miro hacia el lugar donde hay otras casas y si bien siempre les cuento a mis nietos historias fabulosas sobre los habitantes de la ciudad fantasma, no me atrevo a hablarles sobre la Gárgola de la calle Drago y sus alas con garfios de acero.
Ellos, como muchos niños de hoy, pueden ver a las gárgolas japonesas ir y venir por las pantallas de la televisión.
Yo , un abuelo que está más en el pasado que en el futuro, sólo tengo el inmenso privilegio de haber visto a un guerrero de piedra llorar una Navidad.

Guillermo Compte Cathcart

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