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viernes, 19 de mayo de 2017

De sobremesa con un criminal de guerra

Durante la década del 50 llegaron a Longchamps muchas familias de la Europa pobre de la postguerra. Gracias a la simpatía de mi vieja y al intercambio de recetas culinarias,  frutas, verduras, animales, contenidos de “la mecánica popular”, narración de cuentos y leyendas, largas partidas de cartas y ajedrez y los viajes compartidos – ida y vuelta – a la lejana Plaza Constitución, mi casa se convirtió en el centro de una constelación.

También golpeaban sus manos frente a nuestro portón de madera, extranjeros solitarios,  pidiendo pan. Mis padres hicieron,  especialmente,  una mesa y un banco para darles nuestra misma comida a esos peregrinos que buscaban una Tierra Santa; y - muchas veces - ropa y zapatos para poder conseguir ese trabajo que les permitiera hacer “una cabeza de playa”.
Era tal la importancia del Otro, que teníamos una habitación para huéspedes. Por ello, mi familia – colonizadora del Gran Buenos Aires e integrante de la Primera Emigración Porteña en busca de la Conquista del Espacio Interior – era una familia de “puertas abiertas”, auténticamente “universalista”.
La Segunda Guerra Mundial era un hecho permanentemente presente, ominoso, despreciable, amenazante; pero apenas nombrado en nuestras conversaciones cotidianas. Pero toda regla tiene su excepción y si bien el olvido suele ser una protección contra el dolor, hay ciertos acontecimientos que suelen avivar la hoguera diabólica de los malos recuerdos.
Hace poco mis hijos alquilaron la película “El Pianista”. Habiendo visto “La Casa de la calle Garibaldi”, “La Lista de Schlinder”, “La Vida es Bella”, “El Tren de la Vida” y “Europa, Europa” no me resultaba agradable la perspectiva de ser nuevamente testigo de aquella monstruosa realidad. Pero el “director Polanski” es demasiado atractivo para un fanático del cine como yo. Dentro de un contexto formidable y con un personaje magistralmente interpretado por el actor que bien se ganó el Oscar, rescato dos escenas: La larga secuencia del callejón visto desde la ventana del pianista por el cual atacan y son atacados los soldados alemanes que sitian y someten a los Héroes Guerreros del Ghetto de Varsovia y la corta pero dramática crónica del oficial nazi ejecutando de un disparo en la nuca a un grupo de prisioneros acostados boca abajo.
Estas dos “fotos” removieron los laberintos de mi memoria y durante varios días provocaron en mí el presentimiento de haber visto, lo mismo, en alguna parte. Como por mi edad estoy acostumbrado a este estado de incertidumbre respecto al pasado, esperé pacientemente que los recuerdos surgieran como siempre lo hacen: como un tornado. Primero, recordé un cumpleaños de mi madre, un día de primavera, y a mi padre abriendo la puerta con un juego de sillones de mimbre, regalo que hizo llorar a mi vieja. También recordé un viaje en el Citroen cuando mi viejo me señaló al pasar el negocio donde compró los sillones: la esquina noroeste de la intersección entre Antártida Argentina e Hipólito Yrigoyen, en Turdera.
Después, al hombre de pelo rubio que venía todos los meses a cobrar la cuota de los sillones. El cuarentón cuyo rostro no puedo definir pues está borroso, oculto por una niebla que me preserva de contemplar la Maldad maquillada por unos gestos amables, simpáticos, agradables.
Se llamaba Boris, era ucraniano y como estaba solo en la Argentina, mis padres lo invitaron a cenar. Durante la sobremesa el huésped comenzó a relatar historias de su familia: cómo su padre había realizado una larga marcha para unirse al ejército alemán durante la primera gran guerra para pelear contra los rusos y cómo él mismo había ido a estudiar a Alemania la carrera militar. Y ahí mismo se levantó la manga de la camisa para mostrarnos un tatuaje de película: ¡Había sido un oficial de las SS hitlerianas!
Y por mi avidez adolescente – yo tendría quince años como máximo – las preguntas y las respuestas nos introdujeron en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. Boris fue minucioso al describir a los rusos, a los polacos, a los alemanes y a los ingleses, siempre desde su perspectiva ucraniana. También relató su prisión durante varios años en Australia y cómo se había salvado de ser fusilado por los rusos, quienes querían matar a todos los oficiales alemanes sobrevivientes.
Mi familia estaba conmocionada. Hasta ese momento los testimonios escuchados de nuestros vecinos habían sido los de civiles víctimas de los bombardeos, los campos minados, el racionamiento, el mercado negro...¡Nunca habíamos escuchado a un oficial alemán!
Inocentemente, mi mamá le preguntó si era cierto lo de los campos de exterminio. Boris dijo que él no había visto ninguno pues siempre estuvo en el frente ruso, pero que “los judíos nunca se resistían”  cuando “les hacía cavar una zanja” y que “sólo rezaban cuando les disparaba un tiro en la nuca”, que “eran incapaces de luchar”.
Mi papá me mandó a la pieza y desde allí escuché una discusión en voz alta. Cuando volví al comedor, el invitado ya no estaba y mi madre lloraba angustiada. Nunca más volvimos a ver al vendedor de muebles de mimbre y poco después su negocio desapareció.
Jamás hablamos sobre él en mi hogar. Lo único que me queda es agradecer profundamente a la gente que realizó “El Pianista”,  por haberme hecho recordar esa sobremesa y que siempre existe el peligro de estar incubando – entre nosotros – “El Huevo de la Serpiente”.

                                             Guillermo Compte Cathcart


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