Durante la década del 50 llegaron a
Longchamps muchas familias de la
Europa pobre de la postguerra. Gracias a la simpatía de mi
vieja y al intercambio de recetas culinarias,
frutas, verduras, animales, contenidos de “la mecánica popular”,
narración de cuentos y leyendas, largas partidas de cartas y ajedrez y los
viajes compartidos – ida y vuelta – a la lejana Plaza Constitución, mi casa se
convirtió en el centro de una constelación.
También golpeaban sus manos frente a nuestro
portón de madera, extranjeros solitarios,
pidiendo pan. Mis padres hicieron,
especialmente, una mesa y un
banco para darles nuestra misma comida a esos peregrinos que buscaban una
Tierra Santa; y - muchas veces - ropa y zapatos para poder conseguir ese
trabajo que les permitiera hacer “una cabeza de playa”.
Era tal la importancia del Otro, que teníamos
una habitación para huéspedes. Por ello, mi familia – colonizadora del Gran
Buenos Aires e integrante de la Primera Emigración Porteña en busca de la Conquista del Espacio
Interior – era una familia de “puertas abiertas”, auténticamente
“universalista”.
Hace poco mis hijos alquilaron la película
“El Pianista”. Habiendo visto “La
Casa de la calle Garibaldi”, “La Lista de Schlinder”, “La Vida es Bella”, “El Tren de la Vida ” y “Europa, Europa” no
me resultaba agradable la perspectiva de ser nuevamente testigo de aquella
monstruosa realidad. Pero el “director Polanski” es demasiado atractivo para un
fanático del cine como yo. Dentro de un contexto formidable y con un personaje
magistralmente interpretado por el actor que bien se ganó el Oscar, rescato dos
escenas: La larga secuencia del callejón visto desde la ventana del pianista
por el cual atacan y son atacados los soldados alemanes que sitian y someten a
los Héroes Guerreros del Ghetto de Varsovia y la corta pero dramática crónica
del oficial nazi ejecutando de un disparo en la nuca a un grupo de prisioneros
acostados boca abajo.
Estas dos “fotos” removieron los laberintos
de mi memoria y durante varios días provocaron en mí el presentimiento de haber
visto, lo mismo, en alguna parte. Como por mi edad estoy acostumbrado a este
estado de incertidumbre respecto al pasado, esperé pacientemente que los
recuerdos surgieran como siempre lo hacen: como un tornado. Primero, recordé un
cumpleaños de mi madre, un día de primavera, y a mi padre abriendo la puerta
con un juego de sillones de mimbre, regalo que hizo llorar a mi vieja. También
recordé un viaje en el Citroen cuando mi viejo me señaló al pasar el negocio
donde compró los sillones: la esquina noroeste de la intersección entre
Antártida Argentina e Hipólito Yrigoyen, en Turdera.
Después, al hombre de pelo rubio que venía
todos los meses a cobrar la cuota de los sillones. El cuarentón cuyo rostro no
puedo definir pues está borroso, oculto por una niebla que me preserva de
contemplar la Maldad
maquillada por unos gestos amables, simpáticos, agradables.
Se llamaba Boris, era ucraniano y como estaba
solo en la Argentina ,
mis padres lo invitaron a cenar. Durante la sobremesa el huésped comenzó a
relatar historias de su familia: cómo su padre había realizado una larga marcha
para unirse al ejército alemán durante la primera gran guerra para pelear
contra los rusos y cómo él mismo había ido a estudiar a Alemania la carrera
militar. Y ahí mismo se levantó la manga de la camisa para mostrarnos un
tatuaje de película: ¡Había sido un oficial de las SS hitlerianas!
Y por mi avidez adolescente – yo tendría
quince años como máximo – las preguntas y las respuestas nos introdujeron en
los campos de batalla de la
Segunda Guerra Mundial. Boris fue minucioso al describir a
los rusos, a los polacos, a los alemanes y a los ingleses, siempre desde su
perspectiva ucraniana. También relató su prisión durante varios años en
Australia y cómo se había salvado de ser fusilado por los rusos, quienes
querían matar a todos los oficiales alemanes sobrevivientes.
Mi familia estaba conmocionada. Hasta ese
momento los testimonios escuchados de nuestros vecinos habían sido los de
civiles víctimas de los bombardeos, los campos minados, el racionamiento, el
mercado negro...¡Nunca habíamos escuchado a un oficial alemán!
Inocentemente, mi mamá le preguntó si era
cierto lo de los campos de exterminio. Boris dijo que él no había visto ninguno
pues siempre estuvo en el frente ruso, pero que “los judíos nunca se
resistían” cuando “les hacía cavar una
zanja” y que “sólo rezaban cuando les disparaba un tiro en la nuca”, que “eran
incapaces de luchar”.
Mi papá me mandó a la pieza y desde allí
escuché una discusión en voz alta. Cuando volví al comedor, el invitado ya no
estaba y mi madre lloraba angustiada. Nunca más volvimos a ver al vendedor de
muebles de mimbre y poco después su negocio desapareció.
Jamás hablamos sobre él en mi hogar. Lo único
que me queda es agradecer profundamente a la gente que realizó “El
Pianista”, por haberme hecho recordar
esa sobremesa y que siempre existe el peligro de estar incubando – entre
nosotros – “El Huevo de la Serpiente ”.
Guillermo Compte Cathcart
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