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viernes, 19 de mayo de 2017

Miradas: Cada ser humano es la encrucijada de sus ancestros

En toda familia hay frases y gestos (cultemas), que pasan de una generación a otra y  que excepcionalmente registran los libros de historia.
Las excepciones, en su gran mayoría, provienen de la mirada de la Iglesia cristiana – cualquiera sea su denominación –, quien ha sido implacable en el registro de las personas poderosas e indiferente en lo que hace al recuerdo de los pobres, es decir, los no poderosos, los que no podían alterar el órden establecido.
Cuando un pobre – casi siempre un hacedor de círculos, aquél que puede congregar a otras personas a su alrededor -, se alzaba contra la autoridad, o era estigmatizado por su derrota o alabado por su éxito.


El registro externo de los hechos cotidianos en el seno de cada familia proviene, entonces, de los curas o pastores que conocían los secretos de su rebaño. Este monopolio disminuyó con la aparición de los diarios personales, las autobiografías, la correspondencia persona a persona y el nacimiento de la Historia profesional. Pero la mirada cálida y paternal del presbítero no podía registrar todas las miradas. Especialmente, las miradas que los dominados hacían de sí mismos y su entorno, para guardar la memoria de las injusticias que padecían.
Ahora, al final de mi vida, puedo mirar mi propio pasado y el de mi familia con el auxilio de las miradas del poderoso y las miradas del sufriente, que convergen sobre mí como los caminos polvorientos que nadie transita y que repentinamente se transmutan en una encrucijada.
Mi madre y mi padre son exponentes de dos culturas antagónicas. Y como sus respectivas familias eran celosas guardianas de su identidad, me hicieron desde el nacimiento – como corresponde – el trofeo de su guerra implacable. Para las dos familias, que luchaban por mi alma y mi cerebro, el instrumento fundamental – su arma predilecta -, fue la narración de historias.
Por un lado, mi abuela materna, Concepción Asunción Muraca, el Mediterráneo. Por el otro, mi padre, Luis Guillermo Compte Cathcart, el Mar del Norte y el Báltico. Suegra y yerno.
Ahora, que soy yerno, suegro y abuelo, comprendo la importancia que tengo para mis ancestros: soy el resultado de sus vidas. Lamentablemente, no conocí a mis abuelos paternos Luis y Emily, ni al papá de mi mamá, Francisco. Pero, mi abuela fue una extraordinaria representante de la transmisión oral de la cultura ancestral: Todas las tardes, durante mi infancia, para hacerme dormir la siesta, me contaba un cuento. Y, en ellos, había un personaje inolvidable: El malvado Duque Roberto, “el Fayuto”; hermano de un Ogro y padre del Príncipe Bueno, quien tuvo que irse muy lejos, exiliado por el odio de su padre y su tío.
Mi padre, gran lector, fanático de Poe, Chesterton, Lovecraft, Wilde y Alejandro Dumas, todas las noches – para que el sueño despertara las imágenes del pasado – me contaba sus cuentos para hacerme dormir. Su personaje central era la Princesa Majal, hija de un gran rey guerrero que murió envenenado por los musulmanes. Majal se casó con un caballero que padeció la muerte de la daga y huyó con sus hijos a países lejanos. A pesar de los problemas que tuvo que resolver, murió mansamente en los brazos de una nieta soberana de la tierra de los trovadores.
Nunca los personajes de mi abuela y de mi padre se cruzaron en las narraciones. Pero, en la mesa de los fines de semana, mis tíos y mis tíos abuelos discutían con fiereza los eventos mundiales y la receta de cada comida que las mejores cocineras y cocineros de ambos bandos hacían por separado, para competir en el estómago de cada uno.
Mi abuela y mi viejo, siempre separados, sin hablarse, ignorándose por completo, me sonreían creyendo que cada uno de ellos me tenía para sí, sin saber, como lo supe mucho más tarde, gracias a la historia oficial, que yo los tenía a ambos y que sus personajes los tenían a ellos.
Mi tío Roberto, uno de los hermanos mayores de mi padre – el único que hablaba del pasado de la familia conmigo, violando las órdenes de su madre Emily, que se hacía llamar Emiliana – me confesó que tenía su nombre para recordar a un gran abuelo y que yo me llamaba Guillermo por el conquistador que fundó Inglaterra, otro abuelo. Y que la tía Beba – otra de las hermanas – se llamaba Eusebia porque en el registro civil no quisieron anotarla como Eufemia.
En los cuentos de mi padre nunca hubo referencias geográficas precisas. En los de mi abuela, todos los cuentos sucedían en Rossano, Calabria y en el mar cercano (Adriático).
En los libros de historia que leo, siempre busco a los personajes de Concepción y de Luis.
Y los he encontrado cientos de veces, luchando y ganando batallas, teniendo hijos y muriendo. Con fechas, lugares, riquezas y dolor.
Cuando duermo la pequeña siesta de los sábados pienso en el malvado Duque Roberto, “el Fayuto”, quien - a pesar de todos sus crímenes -, amó hasta la locura a su hermosa hija Majal...pero esa historia se las contaré a ellos cuando aborde el velero cuyo capitán es mi padre – un Rey del Mar vikingo – y cuyos remeros son todos y cada uno de mis ancestros, esperándome para recorrer el río infinito de mi sangre.
                                                                                                                              

 Guillermo Compte Cathcart

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