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viernes, 19 de mayo de 2017

La Muerte del General Perón


Llegué a Chilavert a las nueve de la mañana. Cuando entré a mi oficina, Marga Rohwer – una de las pibas de la administración – me trajo un informe y se quedó parada al lado de la puerta. Cuando la miré me preguntó en voz baja si era cierto que el General estaba muy enfermo. Le contesté que eran rumores gorilas, que no tenía que preocuparse. Antes de salir me confesó que toda su familia – incluyendo a sus padres alemanes – eran peronistas.
Cuando cerró la puerta me sentí orgulloso: La chica más linda de toda la empresa, la que todos miraban por sus minifaldas, la más alemana en una empresa de alemanes, era una nietita del Viejo y se había animado a contármelo, a mí , al único gerente peronista.

A las once, en uno de los pasillos superpoblados del Hospital de Clínicas recibí el análisis que descartaba definitivamente la posibilidad de un cáncer en mi hígado atacado por esa hepatitis extraña y persistente que me tenía enfermo desde hacía más de ochenta días. Dos enfermeras pasaron a mi lado mencionando en voz baja su nombre. En sus ojos se notaba la amenaza del llanto.
La alegría de mi salud se iba transformando en la angustia por la suya.
Cuando llegamos en caravana – mi automóvil y los dos que me seguían a todos lados por las dudas - al restaurante secreto y exclusivo de la colectividad alemana en los límites de Malaver y Villa Ballester , se sumaron los otros integrantes del equipo.
Cuando nos sentamos a la mesa comprobé que éramos cuatro contra tres: La Porta y su socialismo democrático, Pierre y Coto con su radicalismo balbinista, por el lado gorila y Ulises Gelpi – integrante de la conducción nacional de la Juventud Peronista -, José Salguero – un conocido militante peronista de Castelar – , Armando Vanasco, el hijo del Comodoro a quien el mismísimo General le ordenó no bombardear a la flota de Rojas y que regresara con sus bombarderos a Mendoza y yo, por el lado del peronismo.
Comimos sin hablar. Ni una palabra. Como sabiendo que se nos estaba yendo la Historia.
En el salón, siempre repleto de risotadas y aplausos, se sentía el peso implacable del silencio.
Cuando Reiner y su hermana – los hijos de los dueños – me vinieron a abrazar llorando, tiré el plato a la mierda y me puse a llorar abrazado a ellos.
Poco después - ¿segundos?...¿minutos?...¿siglos? – Gelpi, Vanasco y Salguero se pusieron a cantar La Marcha.
La madre y el tío de Reiner se sumaron mientras un mozo golpeaba una cuchara y un jarro contra el mostrador. La mayoría de los parroquianos se puso de pie y hacían la “V” con su brazo derecho alzado.
La Porta miraba al techo con cara de desesperación. Pierri jugaba con miguitas sobre el mantel y Coto se arreglaba el nudo de la corbata, como hacía siempre que se ponía nervioso.
Ahí sentí por primera vez que La Argentina poderosa y feliz de mi infancia se había terminado para siempre y que, desde ese momento maldito, los límites de mi alma eran los límites del peronismo.
Y supe que estaba - para siempre -, solo.

 Guillermo Compte Cathcart



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