Mi vieja era una gran cocinera.
Si bien la base de sus
"gustemas" los recibió de su familia italiana - con el valor agregado
de ser la hija y la sobrina de grandes puesteros del glorioso Mercado de Abasto
- perfeccionó su arte con el permanente intercambio de recetas con cada una de
las mujeres que llegaban desde la Europa de postguerra pobre,de Asia y Medio
Oriente en la década de los 50s, buscando el aire puro de Longchamps.
En cada uno de sus manjares había gustos de Ukrania,
Polonia, Hungría, Rusia, el Volga alemán, Francia, Grecia, Yugoeslavia, Siria y
Turquía, originados en ese "y qué le ponés" que se había convertido
en el santo y seña para franquear las murallas de todas y cada una de las
cocinas de la Aldea Global, que de la noche a la mañana, se alzó en el barrio
sin nombre limitado por la Ruta Provincial 16, Rivadavia, Avenida H. Yrigoyen y
Perrando.
Había un constante ir y venir de tomates, duraznos,
gallinas, patos, gansos, lechones, huevos, frutillas, berenjenas y
fundamentalmente, cuentos, anécdotas, historias, leyendas, escaleras, bancos y
camioncitos de madera, íconos y ropa, sin olvidar las técnicas de podar y hacer
fertilizantes con los desechos orgánicos.
Las largas partidas de ajedrez, canasta y póker, bebidas
blancas, té, café y mate eran un hecho habitual los fines de semana, al igual
que los viajes compartidos de lunes a viernes en el tren de ida y vuelta a
Plaza Constitución.
Los otros porteños emigrados y los antiguos habitantes
("los come-cuises", según mi tío Raúl) estaban al márgen, porque no
fueron capaces de saludar y abrazar con alegría a los recién llegados cuando
son extranjeros del todo, cuando llegan con los gestos duros y horrorizados del
que no imagina el horizonte y el pasado pesa más que el porvenir.
También golpeaban sus manos frente a nuestro portón de
madera extranjeros solitarios, pidiendo pan.
Mis padres habían hecho, especialmente, una mesa y un banco
para darles nuestra misma comida a esos viajeros que buscaban un mejor destino
para sus vidas. Y debajo del paraíso del jardín - entre las dalias y el jazmín
- eran atendidos como se atiende a los peregrinos a Tierra Santa, como les
enseñaron sus padres a los míos. Cuando pedían "pan" recibían
"una comida". Y muchas veces ropa y zapatos para poder conseguir ese
trabajo que les permitiera hacer "una cabeza de playa".
Era tal la importancia del Otro en nuestra casa que teníamos
una habitación para huéspedes. Es decir, que mi familia - colonizadora del Gran
Buenos Aires e integrante de la Primera Emigración Porteña en busca de la
Conquista del Espacio Interior - era una familia de "puertas
abiertas", auténticamente "universalista".
La Segunda Guerra Mundial era para nuestra comunidad, un
hecho permanentemente presente, ominoso, despreciable, amenazante; apenas nombrado
en nuestras conversaciones cotidianas, porque todos sabíamos que el sólo hablar
sobre ella era abrir heridas, que en nuestra Argentina impar eran ya cicatrices
imperceptibles.
Pero toda regla tiene su excepción y si bien el olvido suele
ser una protección contra el dolor, hay ciertos acontecimientos que suelen
avivar la hoguera extinguida.
El último fin de semana mis hijos alquilaron la película
"El Pianista". Habiendo visto "La Casa de la calle
Garibaldi", "La Lista de Schlinder", "La Vida es Bella",
"El Tren de la Vida" y "Europa, Europa" no me resultaba
agradable la perspectiva de ser nuevamente testigo de aquella monstruosa
realidad.
Pero el "director Polanski" es demasiado atractivo
para un fanático del cine como yo. Dentro de un contexto formidable y con un
personaje magistralmente interpretado por el actor que bien se ganó el Oscar,
rescato dos escenas: La larga secuencia del callejón visto desde la ventana del
pianista por el cual atacan y son atacados los soldados alemanes que sitian y
someten a los Héroes Guerreros del Ghetto
de Varsovia y la corta pero dramática crónica del oficial nazi ejecutando de un
disparo en la nuca a un grupo de prisioneros acostados boca abajo.
Estas dos "fotos" removieron los laberintos de mi
memoria y durante varios días provocaron en mí el presentimiento de haber visto
lo mismo en alguna parte.
Como por mi edad estoy acostumbrado a este estado de
incertidumbre respecto al pasado, esperé pacientemente que los recuerdos
surgieran como siempre lo hacen: como un tornado. Primero, recordé un
cumpleaños de mi madre, un día de primavera, y a mi padre abriendo la puerta
con un juego de sillones de mimbre que hicieron que mi vieja llorara de
alegría. También recordé un viaje en el Citroen cuando mi viejo me señaló al
pasar el negocio donde compró los sillones: la esquina noroeste de la
intersección entre Antártida Argentina e Hipólito Yrigoyen, en Turdera.
Después, al hombre de pelo rubio que venía todos los meses a
cobrar la cuota de los sillones. El cuarentón cuyo rostro no puedo definir pues
está borroso, oculto por una niebla que me preserva de contemplar la Maldad
maquillada por unos gestos amables, simpáticos, agradables.
Se llamaba Boris, era ucraniano y como estaba solo en la
Argentina, mis padres lo invitaron a cenar.
Durante la sobremesa el huésped comenzó a relatar historias
de su familia: cómo su padre había realizado una larga marcha para unirse al
ejército alemán durante la primera gran guerra para pelear contra los rusos y
cómo él mismo había ido a estudiar a Alemania la carrera militar. Y ahí mismo
se levantó la manga de la camisa para mostrarnos un tatuaje de película: ¡Había
sido un oficial de las SS hitlerianas!
Y por mi avidez adolescente - yo tendría quince años como
máximo - las preguntas y las respuestas nos introdujeron en los campos de
batalla de la Segunda Guerra Mundial. Boris fue minucioso al describir a los
rusos, a los polacos, a los alemanes y a los ingleses, siempre desde su
perspectiva ucraniana. También relató su prisión durante varios años en Australia
y cómo se había salvado de ser fusilado por los rusos, quienes querían matar a
todos los oficiales alemanes sobrevivientes.
Mi familia estaba conmocionada.
Hasta ese momento los testimonios escuchados de nuestros
vecinos habían sido los de civiles víctimas de los bombardeos, los campos
minados, el racionamiento, el mercado negro...
¡Nunca habíamos escuchado a un oficial alemán!
Inocentemente, mi
mamá le preguntó si era cierto lo de los campos de exterminio.
Boris dijo que él no había visto ninguno pues siempre estuvo
en el frente ruso, pero que "los judíos nunca se resistían" cuando
les hacía cavar una zanja y que "sólo rezaban cuando les disparaba un tiro
en la nuca", que "eran incapaces de luchar".
Mi papá nos mandó a la pieza y desde allí escuchamos una
discusión en voz alta.
Gritos y amenazas.
Cuando volvimos con mi hermano menor, al comedor, el
invitado no estaba y mi madre lloraba angustiada.
Nunca más volvimos a ver al vendedor de artículos de mimbre
y poco después su negocio desapareció.
Nunca hablamos sobre él en mi hogar.
Lo único que me queda por decir es el profundo
agradecimiento a la gente que realizó "El Pianista", por haberme
hecho recordar esa sobremesa y que siempre existe el peligro de estar incubando
- entre nosotros - "el huevo de la serpiente".
Guillermo Compte Cathcart
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