El Profesor Chicoana Fuentes – siempre atento a las
urgencias del momento – convocó a un grupo de vecinos ilustres de Almirante
Brown para introducirlos en una problemática que ha adquirido en los últimos
tiempos el rango de “cuestión de estado”, si nos atenemos a las múltiples
frases que sobre el tema han vertido en los insaciables canteros de los medios
de comunicación, una variada y variopinta tribuna de opinantes.
“Cómo evitar la violencia en el trato con los Otros”,
decía la tarjeta ilustrada con un grabado medieval que revivía la algarabía y
festejo de un día de feria en los Países Bajos, y que recibí el último día del
verano en mi jardín cuando estaba podando el arbusto enano que mi sobrino trajo
de su viaje rápido por tierras bosquimanas, cuando el cambio del dólar en la
Década de la Fiesta lo permitía.
Cumpliendo el horario fijado en el texto de letras
doradas me presenté vestido con la solemnidad requerida en la vieja casona que
altera el horizonte de departamentos baratos en los límites imprecisos que
separan o unen – según se quiera mirarlos – a las localidades de Adrogué y
Burzaco.
Extraño paraje, me dije, acostumbrado como estoy al
riguroso esquema que siguen los eventos organizados por el Gran Cazador de
Cultemas - que es orgullo de la intelectualidad argentina y envidia de los
extranjeros, que bien quisieran tenerlo entre las filas imperiales – y que
suele privilegiar los barrios de casas majestuosas donde nadie – o casi nadie –
anda mirando cuánta gente y por qué viene a lo del vecino.
Una vez sentado en la mesa de algarrobo del quincho y
notando la vestimenta gauchesca de los mozos y mozas que habrían de servir los
manjares tuve la horrible sensación de que la charla sería eso y nada más, una introducción
muy leve de contenidos para una vasta audiencia, separada por su cotidianeidad
de los profundos arcanos de los ambientes académicos.
De a poco, y a medida que los habladores abordaban el
tema propuesto, las risotadas estentóreas de los comensales me convencieron
sobre la ausencia de la razón en los debates que coronarían el encuentro.
Cuando llegó el turno de Chicoana y viéndolo subir al
púlpito alzado sobre una de las esquinas del ámbito adornado con réplicas
aumentadas de los viejos mapas de las Misiones Jesuíticas, con una numerosa
cantidad de hojas en sus manos gastadas por las continuas búsquedas de fósiles
y artefactos en las riberas del Salado, el cual – según su fanática opinión -
es a nuestra historia como el Rubicón a la personal del gran Julio; respiré
satisfecho: Habría de escuchar de sus labios una de aquellas conferencias
magistrales que nos regalaba cuando dictaba Introducción a las Ciencias
Antropológicas en la entrañable Facultad de Filosofía y Letras de la calle
Independencia casi esquina Urquiza.
La seria y silenciosa atención de los convocados fue
el marco exigido por la catarata de datos, razones, y proyecciones de su
explicación, minuciosa exploradora del vasto continente de la convicción hecha
palabra, y vencedora - en esta ocasión - del ausente componente visual de las
diapositivas, que se ha convertido en el socio casi obligado de quienes dudan
ya sobre aquello que afirma que al Principio fue el Verbo.
“El saludo amistoso es lo único que detiene a la lucha
de clases – dijo al terminar – pues cuando un pobre de todas las cosas se
enfrenta en la calle con un depositario de todas las que a él le faltan, el
instinto le dice al menesteroso que se impone el deguello, o el paredón o la
soga, pues la sospecha le indica que el privilegio de uno se funda en la
necesidad del otro. Por ello, la mejor manera de salvar tal dramática situación
es el saludo amistoso y sincero por parte del rico y el pobre, por un extraño
mecanismo, - tal vez por aquél milagro de la bondad que en todos existe -,
responde agradecido, pues siempre es lindo recibir los gestos del poder”.
El aplauso fue inmenso – ¿ un saludo al intelectual
que bien podría estar dando la charla en un comedor social para indicarles a
los desprotegidos cómo no caer en la trampa del saludo? – pues todos tenían sus
alforjas llenas y eran quienes debían seguir las recomendaciones para evitar
aquella lucha.
Una todavía hermosa señora se destacó entre quienes
opinaron luego de los postres.
Su pregunta pretendió explorar las posibilidades de un
saludo reiterado y se era o no conveniente convertirlo en un tipo de encuentro
que tuviera mayor valor agregado y un determinado compromiso afectivo.
Chicoana sonrió y fue compasivo con la viuda reciente:
“Para tener un encuentro del tercer tipo, primero uno
debe acostumbrarse a mirar la bóveda celeste, luego a nombrar las estrellas,
después a saludarlas y por último tener el irresistible deseo de tocarlas”.
Cuando nos íbamos hacia nuestros hogares – en el viejo
Citroen de Chicoana – el aparato dijo basta a unas diez cuadras de la estación
de servicio más cercana: la nafta se había ido con los últimos pistoneos.
Cuando estábamos parados tratando de hallar una
solución, tirando un viejo carromato repleto de cartones, un barbudo surgido de
alguno de los cuentos de Dickens, se acercó a nosotros y como el vehículo lo
obligó a realizar un esfuerzo adicional para esquivarlo hizo evidentes gestos
de enojo.
Chicoana y yo lo saludamos con una sonrisa de oreja a
oreja.
El hombre, con esa edad indefinida que da la mala
traza, nos mandó al carajo.
Guillermo Compte Cathcart
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